Rosendo. "A la sombra de una mentira"

Cuando hablamos de honestidad y coherencia en el rock nacional, es obligatorio citar a Rosendo. Alguien que apenas se ha alejado de su planeamiento inicial y que vive tan apegado a sus raíces no puede dejarnos indiferentes en un mundo que carece de bases sólidas y permanentes.

De hecho, Rosendo sigue viviendo en Carabanchel, su barrio de toda la vida. El maestro, como es conocido por sus cientos de discípulos, creció idolatrando al olvidado Rory Gallaguer y fue guitarrista de Ñu. Después fundó los seminales Leño hasta que, en 1985, se lanzó en una carrera en solitario que continúa hasta la actualidad. Una obra honesta pero también inmovilista. Quizá sea eso lo que más gusta a sus seguidores. Y a los que no lo son.

En un mundo líquido, gaseoso y cambiante como éste, que haya alguien o algo que siempre es igual nos reconforta. El roble del pueblo, el cocido de la abuela o Jordi Hurtado son cosas que siempre han estado ahí y no se mueven. Nos podemos agarrar a ellas como referentes. A veces, el inmovilismo es síntoma de honestidad: enseñas tu forma de hacer las cosas y mantienes tu propuesta frente a viento y marea. Pero también puede indicar falta de evolución o madurez.

Una persona no es la misma a los 25 años que a los 60, así que no haberte saltado ni una coma del guión original podría denotar cierta mutilación espiritual. El caso es que a Rosendo, por su bonhomía y su absoluta falta de pretensiones, se le respeta y, sobre todo, se le quiere. No es nada fácil que alguien que lleva tantísimos años sobre la palestra despierte ese cariño, pero quizá ese amor se debe a que no levanta envidias.

Vive de forma austera con su mujer de toda la vida, con la misma ropa de toda la vida, haciendo las canciones de toda la vida. Y no se ha hecho multimillonario. Puede que ese sea el truco. Todos reconocemos también su papel pionero de un tipo de rock que ha tenido innumerables seguidores e imitadores en España. Es como la piedra filosofal. Yo nunca he sido fan de Rosendo, pero respeto de forma reverencial a todos los que han abierto camino en el rock.

Nunca valoraremos lo suficiente su esfuerzo y la ingrata labor que han realizado para que nosotros podamos seguir cultivando. Mi bajista Antón Ceballos me recomendó esta canción y, desde que la escuché por primera vez, vi que era un temazo. Había que hacerla pero, para contrastar con su melancolía interna, le metimos un poco de ritmo. Para que no fuera como lo de toda la vida.